Si bien el inclemente paso del tiempo deja huella en el semblante, los resortes del alma siguen vibrando a los mismos impulsos. El poeta viejo discurre sobre las impresiones que le causa la contemplación de la belleza juvenil.
Canción a ruego.
Allá en mis años de ilusión y empresa
te vi en agraz, como indeciso albor.
Hoy, viejo ya, descúbrote, ¡oh sorpresa!,
poma imperial soberbia de esplendor.
No hubo entonce en mi faz, no hubo en mi lira
ni sonrisa ni nota para ti.
Hoy, eres tú la luz que no me mira,
tú el laúd que no vibra para mí.
Vanamente me enciendo en tu presencia,
¡qué te importara comprenderme ya,
si hoy tu misma absoluta indiferencia
valor conmigo de expansión te da!
Mi más sonoro, arrebatado canto
ya helada prosa entre mis labios es;
y orla en mi sien de rosas y amaranto
vuélvese allí corona de ciprés.
Hablar y no sentir pude otros días;
de sentir y no hablar la hora llegó.
No me alcance tu imán, no me sonrías,
tú que no sientes lo que siento yo.
La fragancia edenal de tu hermosura,
el néctar de tu boca de rubí,
son para todos embriaguez, locura...
son tortura y acíbar para mí.
Gozando el fuero del amigo viejo,
de confesar tu virgen corazón,
le oigo un nombre, una faz veo en su espejo
que ni mi nombre ni mi rostro son;
y otro disfruta el privilegio grato
de que, al mentar al dios de vuestra edad,
el mágico arrebol de tu recato
traicione la dulcísima verdad.
Y él, ciego a tánta deliciosa prueba,
tal vez me pide un canto para ti,
él que en su faz todo su canto lleva
cuando arde y hierve eternamente en mí.
¿Poniendo en él la música de mi alma
mi infierno con su dicha imploraré?
¿Mis propias manos tejerán la palma
conque ceñido al triunfador veré?...
¡Pluguiese a Dios que con igual medida
nos helara el semblante y la emoción!,
pero el fuego en la fiebre de la vida
huye a reconcentrarse al corazón.
Como al preso el rumor de danza y fiesta,
como al dietado inválido el festín.
tal juegan para mí su ardiente orquesta
tu voz, tu acción, tu aliento de jazmín.
Ese vórtex[1] de grana, esa sonrisa,
esa mirada, el dardo matinal
que inflama el Chimborazo, y que improvisa
horno esplendente un antro sepulcral...
¡Ah!, si no hay don feliz, ni amor amable,
sin ese esmalte, efímero impostor,
¡perla de juventud! ¡Hebe[2] adorable!
lejos de mí tu hechizo tentador!
Bogotá, 1886.
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