Ya habíamos copiado los versos de Faraelio a las yanquis de Broadway, en que enumera de paso los atractivos de las hispanas. Vuelve a referirse al tema en redondillas fáciles y risueñas, en que estampa su idea de la belleza femenina.
Mi tipo.
La belleza en la mujer
no es cuestión de Padre Astete,
y el que en tal molde la mete
muy bobos nos quiere hacer.
Tal vez querrá colocar
dos o tres hijas tarascas,
o de amorosas borrascas
a un hijo alegrón salvar.
Mas yo entiendo la cuestión
como estrictamente estética,
y no ha de tachar de herética
ni un Santo mi solución:
Que la norma en la belleza
es variable y contingente,
porque cada cual la siente
según su naturaleza.
La insípida el tonto adora,
el sabio la intelectual,
y cada hombre su ideal
halla en donde se enamora.
Yo, por hoy libre y vacante,
diera el voto a una morena,
forma esbelta pero llena,
con faz correcta y picante.
Ingenua expresión de niña
con ojos de horno que quemen,
y labios de esos que tremen
como provocando a riña.
Belleza meridional
de alma y línea decidida;
no esa inerte y desabrida
de corderito pascual.
Acaramelada tez
más bien que batido blanco,
tipo ardiente, activo y franco,
no de angélica insulsez.
Candor de cielo en el rostro
con un infierno inconsciente,
algo que encante y que tiente,
querub con visos de monstruo.
De monstruo que me devore
y que a la vez me arrebate,
que adorándome me mate
e insultándome me adore.
Quiero una beldad dramática
no una sílfide de idilio:
una Dido de Virgilio
más que una Ofelia[1] linfática.
No una lánguida, pasiva,
igual, pintada hermosura;
sino agridulce en ternura
y gratamente agresiva.
Y, sin jugar[2] del vocablo,
diré que mi musa, en fin,
ha de ser un serafín
salpicadito de diablo.
Bogotá, abril: 1892.
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