martes, 28 de febrero de 2012

Angelina, o del verdadero amor.


Dice el poeta cubano Juan Clemente Zenea, en una carta escrita para recomendar a un editor esta poesía de su amigo Pombo, que aquí se canta el amor maternal, en cuanto es “desinteresado, heroico y puro, que nada pide en recompensa y que no se amortigua jamás, y se propone por objeto el dolor que no muere ni quiere ser consolado”. El plan de la obra se reduce a presentar, en un primer cuadro, la patética muerte de una hija que era la favorita de todos. En segunda instancia, aplícase el poeta a contrastar este amor filial con los demás pesares y pasiones mundanos. La primera escena es pura pintura, la segunda cruda reflexión en que se quiere hacer un estudio del corazón humano, que no lo conduce sino a un amargo desencanto. Solo en el corazón de la madre, concluye el poeta, se encuentra el verdadero amor y el dolor.
Advierte Zenea irregularidades de estilo, que deben pasarse habida cuenta de que “el autor ha tratado de ser tan verdadero y natural como la elegancia poética lo consiente, y tan conciso como lo permite la más pomposa, redundante y pródiga de las lenguas modernas. Habrá palabras de menos, es muy posible, pero no hay ninguna de más; hay versos que no son versos, pero son verdad y no costará esfuerzo dar con líneas en que se haya sacrificado la elocuencia del oído a la del alma, pero esto tenemos que atribuirlo a que Pombo ama mucho la poesía inglesa, y sin sentirlo forja sus estrofas en la clave de aquella solemne música”.

Transcribimos, pues, la primera parte de la poesía, firmada en Washington, 1859. Por su métrica es una octava aguda (nótese el acento del cuarto verso) o bermudina.


Angelina.

¡All other love is love of self! F. J. Ami.


Ya el sol de los quince años sonreía
en el rubor de niño de su frente,
y con el alma en gracia todavía
sus formas sospechaban el placer.

Era ídolo de todos, y Dios mismo,
padre celoso, embelesado al verla,
suya, y no de los hombres, quiso hacerla
cuando espigaba entre ángel y mujer.

Y así se la llevó. Seis lunas vimos
desde aquel día de plegaria y llanto,
y entre los suyos, que la amaban tánto,
no es dado aún su nombre pronunciar;

mas vive escrito en los hinchados ojos
de la madre infeliz, y el padre anciano
suele cubrirse con crispada mano
el rostro y se le escucha sollozar.

Último de la prole, un hermanito
tuvo Angelina, endeble criatura,
lleno de mansedumbre y de ternura
pero que hallaba en todos esquivez.

Érale predilecto: sus halagos
pagaban de los otros el despego;
amable camarada de su juego,
su aya oficiosa y medianero juez.

Hoy es el triste la doliente sombra
de la llorada angelical doncella,
y en homenaje a la memoria de ella
el favorito del hogar es él.

«¿Recuerdas, madre, cuánto me quería?»
a la infeliz alguna vez pregunta,
y ella gimiendo al corazón le junta
y dícele «hijo mío, eres crüel».

¿De qué murió Angelina? ¡Dios lo sabe!
Al punto que marcó la providencia
del firmamento azul de su existencia,
blanca paloma, entre la mar cayó.

«La edad, la fiebre de la edad», decía
el médico del pueblo; mas el pueblo,
sabio a su modo, susurrar solía:
«¡Era tan linda, Dios la enamoró! »

Y era por cierto linda, como todas
las que en flor desparecen. De esas flores
siempre el Señor escoge las mejores
para hermosear con ellas su jardín.

Lástima fue, mas cuántas no querrían,
mártires hoy de cóleras y engaños,
tal muerte, en esa perla de los años,
bella y mimada, cándida y feliz.

Isla bendita que flotando hermosa
del horizonte mágico en la orilla,
cual una no explorada maravilla
el ojo de los hombres codició.

Y nunca la alcanzaron; y entretanto,
yendo y viniendo en misteriosas nubes
posaban en sus huertos los querubes...
y una mañana nadie más la vio.

Tál esa virgen. No era nada mío,
ni es historia de amor su breve historia,
y sin embargo encuentro en su memoria
cierto benigno, cariñoso imán.

Es una de esas ráfagas de canto
que nada son, ni dicen, ni recuerdan,
pero con lastimero y tierno encanto,
yendo y volviendo en la memoria están.

Una tarde de otoño, cuando el cielo,
soberano poeta de la tierra,
del mustio bosque armonizaba el duelo
con dulce y melancólico esplendor,

dando la mano al tímido hermanito
a lento andar se encaminó Angelina
a la apacible cumbre que domina
el blanco nido del paterno amor.

Ya el toque de oración a Dios llevaba
el piadoso murmullo de la aldea,
y ellos tardaban, y una triste idea
lanzó a la madre en repentino afán.

Corre a buscarlos; sus inquietos ojos
con ansia exploran la creciente sombra;
llámalos, oye que una voz la nombra;
¡son ellos, es feliz, con ella están!

Mas ¡ay! fue pasajera su alegría;
el ojo maternal, que no se engaña,
vio en Angelina una expresión extraña
de ternura solemne y de dolor.

«¿Qué tienes?, di, ¿qué tienes, vida mía?»
«Nada, mamá,» repuso, pero en tanto
atropelló sus párpados el llanto
y sus mejillas coloró el rubor.

«Sí, dijo el compañero, está muy triste,
tan triste que ha llorado hora tras hora;
dile que no la quieres cuando llora,
dile que te hace daño verla así.
Hoy no ha querido ni jugar conmigo,
y al ver que su tristeza me afligía,
me estrechaba en los brazos y decía:
Si yo me muero, ¿qué será de ti?»

¡Ay!, desde aquella misteriosa tarde,
hermosa precursora de desgracia,
la flor nunca tocada, inerte, lacia,
sobre su virgen tallo se dobló;

y en vano al uno, al otro, a cuantos mira
la desalada madre insta y requiere:
«Sálvenme a mi hija, mi hija se me muere!»
Llanto la dieron, pero vida, nó.

Por la madre fui a verla; y así, ardiendo
de intensa fiebre a la secante llama,
como azucena lánguida que inflama
del arrebol la hoguera carmesí,

me pareció tan bella, que mis ojos
de llorar se olvidaron, y un secreto
santificante impulso de respeto
que me mandaba arrodillar sentí.

La virgen deliraba... Algo quería
de sí apartar con indignada mano...
De pronto abrió los ojos, y al hermano
con expresión atónita buscó;

tembló la pobre madre cual temiendo
dejarla ver su afán, cambióse aprisa,
y fijó en Angelina una sonrisa,
sonrisa tal que a mí me destrozó.

Tres días después ya nadie sonreía,
ni se hablaba en la casa; ayes, lamentos,
gritos eran sus únicos acentos,
adioses que no escuchan otro adiós.

Hoy sí, madre infeliz, dejó tus brazos
para no volver más, esa hechicera
niña que desde el mundo un ángel era
y pudo en cuerpo y alma ir hasta Dios.

Fueron, para llorarla en aquel día,
suyas todas las madres; sus hermanas,
todas las inocentes aldeanas;
su casa, el pueblo, en duelo todo él.

Y pues aquella flor se les moría,
flor la más cara y primorosa y buena,
no hubo jazmín ni cándida azucena
que no cayese a acompañarla fiel.

Ya la amaban los hombres; mas ninguno
llegó a explicarle su amoroso anhelo,
cual si un cristal guardara para el cielo
su prístina fragancia virginal.

Aun hubo quien luchó por suicidarse
a la nueva fatal; en gran quebranto
otro vino a pedirme un flébil canto
que interpretara su aflicción mortal.

Seis meses van, y timbra todavía
de boca en boca el favorito nombre;
sueña con sus encantos más de un hombre,
y hay frescas flores de su cruz al pie.

En cada faz de aurora el padre encuentra
algo de su Angelina, y cuando pasa
madre feliz por la doliente casa,
rompe en llanto otra madre que la ve.

Empero, aquel su exasperado amante
no rindió a tal azar la vida ingrata:
no há mucho que en alegre serenata
su patética voz reconocí.

Casóse el otro, te olvidaron ambos,
cúmplase un año, y nunca en mis oídos
vibrarás, como un día, entre gemidos,
nombre que entre gemidos aprendí.

Cúmplase un año; alguno dirá entonces:
«¡Cómo estuviera hermosa si viviese!»
Y habrá un padre quizá que se embelese
dando tu nombre a un nuevo serafín.

Mas ya que te perdimos, no aquí vuelvas
a consolar pesares que no lloran;
nuevas palomas cantan en las selvas;
con nuevas flores se alegró el jardín.

Ven a ver a tu madre, a ella tan sólo,
que sólo ella ama siempre y nunca olvida;
su corazón te dio su propia vida,
y en él, mientras palpite, vivirás.

Breve placer la diste, por quince años
de afán y de dolor que la costaste;
nada te pidió nunca; la dejaste,
y hoy no quiere otro alivio que llorar.

Tú fuiste la parásita indolente
que chupaste su savia, por ti en luto
se abatió melancólica su frente,
y arado el rostro y pálida se ve.

Dios te la dio, y él sólo dar podría
ese de amor inmensurable abismo;
mas ella, liberal como Dios mismo,
al mismo Dios te ha dado con la fe.

Eso es amor, sólo eso no es mentira.
¡Ah!, no habléis más, desmemoriados hombres,
de amor y de dolor, vulgares nombres
de santas cosas que ignoráis aquí.

Yo soy de los sensibles, yo conozco
el camino del llanto, y sin dobleces
entrego el corazón; y cuántas veces
me indigné, sin embargo, contra mí.

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