martes, 28 de febrero de 2012

El censor de la costumbres.


Una mordaz obrita de Faraelio nos lo muestra en su vena satírica, aplicado a afear dos costumbres de los yanquis. Principia con una franca exaltación de este pueblo, para caerle en seguida con la fuerza de su humor: más que de gorrión de los Andes (vid. infra), aquí hace de tábano.


Pajas en ojo ajeno.

¡Yanquis!, mucho hallo en vosotros
que de admiración me exalta;
mucho bueno, y cuya falta
nos embolisma a nosotros.

Con qué tesón cada cual,
incontenible anda y suda
por su go—ahead y ayuda
al go—ahead general.

Cada quisque, malo o bueno,
ganando él mismo su pan
mozo o viejo, mula o can,
y no gorreando el ajeno.

Tierra feliz do no manda
la torpe envidia infernal,
ni el bien de uno es de otro mal,
ni el que manda se desmanda.

Do felicidad no es ocio,
ni desorden libertad,
ni audaz inmoralidad
el más seguro negocio.

Do la virtud no es quizá
tan sublime, a mi juicio,
por no haber a su ejercicio
tanta ocasión como allá.

¡Qué máquina de nación
sin pieza inútil o inerte!
No hay quien ponga de esta suerte
límite a vuestra expansión.

Más bien actívala el mundo
(pese a la intención contraria)
con su absurda maquinaria
o su lidiar infecundo.

Pero antes de que llevéis
a los montes de mi tierra
esta irresistible guerra
de trabajo y paz que hacéis;

antes que sepáis andar
por tanto túnel volcánico,
y en tren electrosatánico
el firmamento escalar,

desembarcando en montón
del Cotopaxi en la cumbre,
Horeb do a la muchedumbre
dictéis civilización;

y con su eléctrico cielo[1]
pulvericéis las montanas
sacando de sus entrañas
el oro acuñado al vuelo;

o antes que sepáis siquiera
cambiar vuestro infecto estío
por el balsámico frío
de nuestra gran cordillera;

en nubes de tafetanes,
más frescas que un abanico,
flotando de pico en pico
desde aquí hasta Magallanes,

un favor voy a pedir
de vuestra cortesanía:
dejad la horrenda manía
de desgarrar y escupir,

o ved bien al disparar,
apuntad correctamente,
porque allí debajo hay gente
y aun pudiera yo pasar.

¡Sois el mayor tragaldabas,
el tragatierras mayor,
yanquis, y os falta el valor
de tragaros vuestras babas!

Sin ascos ni gargarismos,
indios y aun negros tragáis,
y sin embargo mostráis
asco de vosotros mismos.

¿Os da horror u os da catarro
hablar británica lengua,
y echáis por lavar tal mengua
tras cada frase un desgarro?

¿O así queréis del terreno
garantir la propiedad
por aquella inmunidad
que goza el desgarro ajeno?

Si el cañón expectorante
es vuestra arma anexionista,
no habrá plaza que resista
bombardeo semejante.

¡Qué digo! Al solo empezar
a llover estrellas tales,
los mismos guardahospitales
huirán sin capitular.

Mas no volváis a inquirir
porqué la dispepsia os mata:
esa es la pena inmediata
de semejante escupir...

¡Ah!, ni volváis a marcar
con bastones y tacones
el compás de cuantos sones
acertáis a acompañar.

Cual si corrieseis parejas
con los corceles de Apolo,
y en los pies, y allí tan sólo,
tuvieseis un par de orejas;

o como si aquel divino
manjar no os diese placer
mayor que el de ensordecer
e impacientar al vecino.

Dejad de zapatear
hasta que inventéis zapatos
más músicos y más gratos
que Rossini o que Mozart.

Mientras tanto, a los bastones
prefiero los cantarines,
y una orquesta de violines
a una orquesta de tacones.

Pensad qué armazón tan vana
son aquí casa y teatro,
hechos hoy en tres por cuatro
para quemarlos mañana.

Y cuidad de entusiasmaros
con el alma y no con pies,
si no tenéis interés
en vender los huesos caros.

Vuestras damas, que en finura
de alma y de rostro y maneras
envidia son de extranjeras
y de extranjeros locura,

a pesar de su alma fuerte
sufren nerviosos insultos
cuando coceáis incultos,
o desgarráis de tal suerte.

E indigna ver que esos trajes,
cuya orla besara un rey,
vayan barriendo en Broadway
tan inmundos homenajes.

Y cuando mascáis tabaco
¡oh, qué horror!, llega al tobillo
la ola. Nuestro cigarrillo
es mucho mejor, ¡por Baco!

Enmendaos, y no habrá
inconveniente ni obstáculo
en gozar del espectáculo
que vuestra grandeza da.

No pateéis, dejadme oír;
no escupáis, dejadme ver
vuestro sublime taller,
obreros del porvenir.

Y espero que a fuer de grandes
no le arrugaréis la ceja
a esta diminuta queja
que os da un gorrión de los Andes.


[1] En 1853 viajando por el sur de la Nuera Granada, región muy aurífera, sentí la constante tensión eléctrica de la atmósfera, y observé sus descargas casi constantes sobre las alturas célebres por su riqueza, como el cerro de La Teta, etc. Entonces me ocurrió la idea de esta estrofa, que acaso no es quimérica. Creo que la electricidad será en la civilización de los Andes un agente más útil y portentoso que el vapor en la del Norte.

Conciencia y corazón.


Echando mano de un bello símil con la nobleza de sentimientos del terranova, nos muestra Pombo al amante que, sintiendo surgir la lava de la pasión, se abstiene obedeciendo a la razón y huye.
Llama la atención el título de la poesía: la escueta fecha en que conoció a Socorro Quintero, el gran amor del poeta. Por ahora solo apuntaremos la situación en que se iniciaba dicha relación. Los E.E.U.U. estaban en guerra civil, Pombo sin trabajo desde el año anterior, su padre había muerto días después del asesinato del primo de Rafael, Julio Arboleda. No podía, pues, hallarse en situación más contraria al surgimiento de una pasión.

El 6 de octubre.

Cuando el fiel terranova enfermo siente
que su pecho la atmósfera sofoca,
que le abrasa la luz y es una fuente
de veneno mortífero su boca,
filtro que a él mismo lo consume ardiente
y que a hacer otros mártires provoca,
entonces, como nunca, en él se traza
el generoso instinto de su raza.

No quiere emponzoñar al preferido
ser por quien sangre y existencia diera,
ni forzar esas manos que ha lamido
a asesinar la pestilente fiera.
Reprimiendo un hondísimo gemido
busca y ve a su amo por la vez postrera,
y huye sin un adiós, sin dejar llanto,
a morir lejos de lo que ama tánto.

Así, abstraído en sueños de ventura
cerca de esa mujer idolatrada,
sordo al rugir de la tormenta oscura
que me circunda en mi fatal jornada
ebrio al virgen olor de su hermosura
entreví el paraíso en su mirada
y... alcancé a oír tormenta entre mi seno,
en mi alma, el rayo; en mi palabra, el trueno.

El brillo de sus ojos me abrasaba,
y arder y arderla el corazón quería,
y del volcán la ponzoñosa lava
en mi sedienta boca hervir sentía...
Mas la razón, por un momento esclava,
«¡huye!, me dijo, ¡es tiempo todavía!
¡Huye que hoy sólo es tuyo el sacrificio;
paz para ella, para ti el suplicio!»

Nueva York, octubre 6: 1863.


No debe de ser una casualidad que Byron, autor favorito de Pombo en esa época, haya dedicado un epitafio a su mascota, un perro de la misma raza.

La vida es sueño.


Insiste Pombo en el tema del sueño. Esta vez en un soneto en que pone a la mujer como criatura dada a soñar el amor, al hombre mientras tanto a soñar la fama. El poeta, en cambio, vaga acariciando una secreta ilusión que se verificará más allá de la muerte. Hay, nos parece, conciencia de que el bardo no pertenece al mundo.
Es patente cierta resignación, en contraste con su apóstrofe de la Hora de tinieblas, un lustro antes:

La vida es sueño. ¡Callad,
oh Calderón, estáis loco:
hace veinte años que toco
su abrumante realidad!


¡Soñad!

Flores que Dios para su edén reclama,
sombras de dicha que el amor colora,
no el fantasma toquéis que os enamora:
soñad que le adoráis, soñad que os ama.

Soñad, grandes del mundo, vuestra fama,
humo que os ciega y pronto se evapora;
soñad mientras la envidia roedora
vela al falso esplendor de vuestra llama.

Dejad que en tanto el corazón poeta
vague esquivo del mundo y solitario
bajo ese cielo que a soñar convida;

dejad que muera en su ilusión secreta
de otro amor, otra gloria, otro salario
más allá de la tierra y de la vida.

Nueva York, junio 29: 1860.

El poeta y las aves.


Uno de los temas capitales en la poesía romántica es el sentimiento de la naturaleza. Aquí nos ofrece Pombo su simpatía por las aves, con quienes llega a identificarse en su oficio de poeta: lo anima cierto ‘espíritu de gremio’. Siempre se ha notado que nuestro gran fabulista fuera tan conocedor del corazón infantil sin haber tenido descendencia. Pues en esta poesía adopta liberalmente a los pajarillos que lleguen a su ventana para consentirlos como a sus propios hijos.

¡Fonda libre!

¡Pasajeros del cielo,
alados trovadores, bienvenidos!
Parad el canto, suspended el vuelo
por un instante sólo, y dad oídos
al bando que os anuncio esta mañana:
¡Fonda libre desde hoy en mi ventana,
fiesta de pajarillos,
ricos manjares y agua a todas horas!
Acudid sin temor de artes traidoras
o apedreadores pillos,
jaulas penitenciarias,
pérfida liga o balas sanguinarias.
Venid uno por uno
o en irrupción de innúmera bandada,
cada cual con su cónyuge y chiquillos,
pues habrá para todos, y a ninguno
ha de costarle nada. Un trino sólo
en pago del selecto desayuno.
Un trino de alborozo
a cada artista exijo,
o dad al anfitrión siquiera el gozo
de ver vuestro inocente regocijo.
Por mi parte os prometo
que mientra estéis en casa, estaré quieto.
pobres bardos del aire. ¡Cuántos días
(como en la tierra firme otros cantores)
al mundo entero sin retorno disteis
o a crueles protectores
vuestras vivificantes melodías!

¿Qué bosque a nuestro paso no cambiasteis
en vivo teatro de asombrosa escena
que al gorjear de rivales primadonas
magnífico resuena
y espárcese en diamantes y coronas?
¿Cuándo no amaneció mayo florido
en són de alegre fiesta
con vuestras deliciosas alboradas,
justas de amores entre nido y nido?

¿Cuándo con esa caprichosa orquesta
tan vibrante y sutil de perlas y oro,
al irse el sol y recogerse el mundo
no hicisteis de la augusta selva umbría
templo sin luces, do invisible coro
ya una voz, ya un suspiro al cielo envía
flotando sobre el órgano profundo?
y, ¡oh humanidad ingrata y sin ternura!,
ella en vuestra orfandad y horrenda muerte
inventó diversión: es gusto, es lujo
veros penando en rígida clausura;
y mientras más gemís, más se divierte.
Ella hizo favorito
blanco a su dardo atroz vuestro plumaje,
único ajuar y galanura vuestra,
que adornará después a otra hermosura
o hará más fiero el rostro del salvaje.

Y, ¡ay!, ese canto mismo
con que os doléis de amor, o atestiguando
vais por el viento aquella dada a todos
delicia de vivir que el hombre olvida,
os trae la muerte, al cazador llamando.
¡Ah!, con razón sobrada
espantados huís nuestra mirada.

Mas yo tengo algo de cantor, me impulsa
espíritu de gremio en vuestro amparo
y cierto acatamiento misterioso.
Como aquél del discípulo al maestro,
pues en verdad declaro
que prefiero a mi canto el canto vuestro,
canto que es puro amor, o pena, o gozo,
directo y verdadero,
libre de estas inútiles palabras,
y más antiguo y natural que Homero.

Con esa orquesta, sí, con esa misma
clásica pastoral, que Dios compuso,
de Eva y Adán las nupcias celebrasteis;
a ese rumor lloraban su perdida
felicidad; con él se consolaban;
y hoy, como entonces, cariñoso arrulla
el mismo epitalamio a los felices,
o tristes novios descendientes suyos,
que algo que lamentar encuentran siempre
aun sin haber como ellos poseído
y perdido un edén... ¡Ay!, no nos queda
más prenda original de aquel tesoro,
no hay más noticia dél perfecta y pura,
que esa que en vuestro idioma de esos días
vosotros nos contáis; y en tan ingenuo
modo lo hacéis, tan tierna y dulcemente,
que al escucharla entre el frescor del alba
creemos de improviso
oír, respirar, gustar el paraíso.
Bastantes años gratis et amore
gocé vuestro convite,
bebí ese néctar que al edén nos lleva
con su fragancia antigua y siempre nueva.
Dejadme que aunque tarde hoy os invite
a honrar este retorno de poeta,
corto en vajilla, nulo en etiqueta.

No tímidos huyáis si en mi aposento
veis el mango asomar de hosca pistola,
pues sólo para el monstruo que os inmola
reservo yo tan bárbaro instrumento;
ni temáis que algún niño... ¡Ah!, bien querría
que pudieseis temer tan dulce cosa
como hallarme de un hijo en compañía,
rico presente de una casta esposa;
pero, !ay!, si los tuviera, tanto, tanto
amáralos tal vez, que fuera dellos,
ni a vosotros a dar alcanzaría
una migaja de mi amor, ni un canto.
¡Venid!, y pues no hay niños, sed mis niños
que alrededor de mí jueguen y enreden;
remedad los gritillos con que ufanos
ellos un día os remeden.
Su inquietud, sus pinicos, su barullo;
y yo también, con labios y con manos,
ensayaré en vosotros los cariños
del paternal inofensivo arrullo.
¡Venid!, no me haréis pobre aunque lo sea
para este mundo aparatero y loco
que sólo saborea
la cascara del fruto bendecido.
Vosotros me enseñáis que con muy poco
uno es feliz, y que del pan perdido
sobra para alguien más y un dulce nido.

Yo, pajarillo cual vosotros, hijo
de aire y de luz, y por perversa estrella
a tinieblas y polvo condenado,
al ensayar mi vuelo el primer día,
vine a caer inerte y desalado
en extranjera jaula triste y fría.

Mas hoy benigna encanta
mi desamor y estúpido aislamiento
como un rayo de sol la amistad santa;
ya miro el bosque, ya respiro el viento,
ya sueño que en sus alas me levanta
y a mi sol y a mi nido me devuelve;
con el suspiro férvido que exhalo
mi esperanza y vosotros llegáis juntos.
Ambos venís del cielo, y de ambos debo
a la amistad el íntimo regalo.
Quiero a mi vez mostrarme con vosotros
hospitalario amigo,
quiero partir mi gratitud con otros,
dejadme ser lo que otros son conmigo.

Angelina, o del verdadero amor.


Dice el poeta cubano Juan Clemente Zenea, en una carta escrita para recomendar a un editor esta poesía de su amigo Pombo, que aquí se canta el amor maternal, en cuanto es “desinteresado, heroico y puro, que nada pide en recompensa y que no se amortigua jamás, y se propone por objeto el dolor que no muere ni quiere ser consolado”. El plan de la obra se reduce a presentar, en un primer cuadro, la patética muerte de una hija que era la favorita de todos. En segunda instancia, aplícase el poeta a contrastar este amor filial con los demás pesares y pasiones mundanos. La primera escena es pura pintura, la segunda cruda reflexión en que se quiere hacer un estudio del corazón humano, que no lo conduce sino a un amargo desencanto. Solo en el corazón de la madre, concluye el poeta, se encuentra el verdadero amor y el dolor.
Advierte Zenea irregularidades de estilo, que deben pasarse habida cuenta de que “el autor ha tratado de ser tan verdadero y natural como la elegancia poética lo consiente, y tan conciso como lo permite la más pomposa, redundante y pródiga de las lenguas modernas. Habrá palabras de menos, es muy posible, pero no hay ninguna de más; hay versos que no son versos, pero son verdad y no costará esfuerzo dar con líneas en que se haya sacrificado la elocuencia del oído a la del alma, pero esto tenemos que atribuirlo a que Pombo ama mucho la poesía inglesa, y sin sentirlo forja sus estrofas en la clave de aquella solemne música”.

Transcribimos, pues, la primera parte de la poesía, firmada en Washington, 1859. Por su métrica es una octava aguda (nótese el acento del cuarto verso) o bermudina.


Angelina.

¡All other love is love of self! F. J. Ami.


Ya el sol de los quince años sonreía
en el rubor de niño de su frente,
y con el alma en gracia todavía
sus formas sospechaban el placer.

Era ídolo de todos, y Dios mismo,
padre celoso, embelesado al verla,
suya, y no de los hombres, quiso hacerla
cuando espigaba entre ángel y mujer.

Y así se la llevó. Seis lunas vimos
desde aquel día de plegaria y llanto,
y entre los suyos, que la amaban tánto,
no es dado aún su nombre pronunciar;

mas vive escrito en los hinchados ojos
de la madre infeliz, y el padre anciano
suele cubrirse con crispada mano
el rostro y se le escucha sollozar.

Último de la prole, un hermanito
tuvo Angelina, endeble criatura,
lleno de mansedumbre y de ternura
pero que hallaba en todos esquivez.

Érale predilecto: sus halagos
pagaban de los otros el despego;
amable camarada de su juego,
su aya oficiosa y medianero juez.

Hoy es el triste la doliente sombra
de la llorada angelical doncella,
y en homenaje a la memoria de ella
el favorito del hogar es él.

«¿Recuerdas, madre, cuánto me quería?»
a la infeliz alguna vez pregunta,
y ella gimiendo al corazón le junta
y dícele «hijo mío, eres crüel».

¿De qué murió Angelina? ¡Dios lo sabe!
Al punto que marcó la providencia
del firmamento azul de su existencia,
blanca paloma, entre la mar cayó.

«La edad, la fiebre de la edad», decía
el médico del pueblo; mas el pueblo,
sabio a su modo, susurrar solía:
«¡Era tan linda, Dios la enamoró! »

Y era por cierto linda, como todas
las que en flor desparecen. De esas flores
siempre el Señor escoge las mejores
para hermosear con ellas su jardín.

Lástima fue, mas cuántas no querrían,
mártires hoy de cóleras y engaños,
tal muerte, en esa perla de los años,
bella y mimada, cándida y feliz.

Isla bendita que flotando hermosa
del horizonte mágico en la orilla,
cual una no explorada maravilla
el ojo de los hombres codició.

Y nunca la alcanzaron; y entretanto,
yendo y viniendo en misteriosas nubes
posaban en sus huertos los querubes...
y una mañana nadie más la vio.

Tál esa virgen. No era nada mío,
ni es historia de amor su breve historia,
y sin embargo encuentro en su memoria
cierto benigno, cariñoso imán.

Es una de esas ráfagas de canto
que nada son, ni dicen, ni recuerdan,
pero con lastimero y tierno encanto,
yendo y volviendo en la memoria están.

Una tarde de otoño, cuando el cielo,
soberano poeta de la tierra,
del mustio bosque armonizaba el duelo
con dulce y melancólico esplendor,

dando la mano al tímido hermanito
a lento andar se encaminó Angelina
a la apacible cumbre que domina
el blanco nido del paterno amor.

Ya el toque de oración a Dios llevaba
el piadoso murmullo de la aldea,
y ellos tardaban, y una triste idea
lanzó a la madre en repentino afán.

Corre a buscarlos; sus inquietos ojos
con ansia exploran la creciente sombra;
llámalos, oye que una voz la nombra;
¡son ellos, es feliz, con ella están!

Mas ¡ay! fue pasajera su alegría;
el ojo maternal, que no se engaña,
vio en Angelina una expresión extraña
de ternura solemne y de dolor.

«¿Qué tienes?, di, ¿qué tienes, vida mía?»
«Nada, mamá,» repuso, pero en tanto
atropelló sus párpados el llanto
y sus mejillas coloró el rubor.

«Sí, dijo el compañero, está muy triste,
tan triste que ha llorado hora tras hora;
dile que no la quieres cuando llora,
dile que te hace daño verla así.
Hoy no ha querido ni jugar conmigo,
y al ver que su tristeza me afligía,
me estrechaba en los brazos y decía:
Si yo me muero, ¿qué será de ti?»

¡Ay!, desde aquella misteriosa tarde,
hermosa precursora de desgracia,
la flor nunca tocada, inerte, lacia,
sobre su virgen tallo se dobló;

y en vano al uno, al otro, a cuantos mira
la desalada madre insta y requiere:
«Sálvenme a mi hija, mi hija se me muere!»
Llanto la dieron, pero vida, nó.

Por la madre fui a verla; y así, ardiendo
de intensa fiebre a la secante llama,
como azucena lánguida que inflama
del arrebol la hoguera carmesí,

me pareció tan bella, que mis ojos
de llorar se olvidaron, y un secreto
santificante impulso de respeto
que me mandaba arrodillar sentí.

La virgen deliraba... Algo quería
de sí apartar con indignada mano...
De pronto abrió los ojos, y al hermano
con expresión atónita buscó;

tembló la pobre madre cual temiendo
dejarla ver su afán, cambióse aprisa,
y fijó en Angelina una sonrisa,
sonrisa tal que a mí me destrozó.

Tres días después ya nadie sonreía,
ni se hablaba en la casa; ayes, lamentos,
gritos eran sus únicos acentos,
adioses que no escuchan otro adiós.

Hoy sí, madre infeliz, dejó tus brazos
para no volver más, esa hechicera
niña que desde el mundo un ángel era
y pudo en cuerpo y alma ir hasta Dios.

Fueron, para llorarla en aquel día,
suyas todas las madres; sus hermanas,
todas las inocentes aldeanas;
su casa, el pueblo, en duelo todo él.

Y pues aquella flor se les moría,
flor la más cara y primorosa y buena,
no hubo jazmín ni cándida azucena
que no cayese a acompañarla fiel.

Ya la amaban los hombres; mas ninguno
llegó a explicarle su amoroso anhelo,
cual si un cristal guardara para el cielo
su prístina fragancia virginal.

Aun hubo quien luchó por suicidarse
a la nueva fatal; en gran quebranto
otro vino a pedirme un flébil canto
que interpretara su aflicción mortal.

Seis meses van, y timbra todavía
de boca en boca el favorito nombre;
sueña con sus encantos más de un hombre,
y hay frescas flores de su cruz al pie.

En cada faz de aurora el padre encuentra
algo de su Angelina, y cuando pasa
madre feliz por la doliente casa,
rompe en llanto otra madre que la ve.

Empero, aquel su exasperado amante
no rindió a tal azar la vida ingrata:
no há mucho que en alegre serenata
su patética voz reconocí.

Casóse el otro, te olvidaron ambos,
cúmplase un año, y nunca en mis oídos
vibrarás, como un día, entre gemidos,
nombre que entre gemidos aprendí.

Cúmplase un año; alguno dirá entonces:
«¡Cómo estuviera hermosa si viviese!»
Y habrá un padre quizá que se embelese
dando tu nombre a un nuevo serafín.

Mas ya que te perdimos, no aquí vuelvas
a consolar pesares que no lloran;
nuevas palomas cantan en las selvas;
con nuevas flores se alegró el jardín.

Ven a ver a tu madre, a ella tan sólo,
que sólo ella ama siempre y nunca olvida;
su corazón te dio su propia vida,
y en él, mientras palpite, vivirás.

Breve placer la diste, por quince años
de afán y de dolor que la costaste;
nada te pidió nunca; la dejaste,
y hoy no quiere otro alivio que llorar.

Tú fuiste la parásita indolente
que chupaste su savia, por ti en luto
se abatió melancólica su frente,
y arado el rostro y pálida se ve.

Dios te la dio, y él sólo dar podría
ese de amor inmensurable abismo;
mas ella, liberal como Dios mismo,
al mismo Dios te ha dado con la fe.

Eso es amor, sólo eso no es mentira.
¡Ah!, no habléis más, desmemoriados hombres,
de amor y de dolor, vulgares nombres
de santas cosas que ignoráis aquí.

Yo soy de los sensibles, yo conozco
el camino del llanto, y sin dobleces
entrego el corazón; y cuántas veces
me indigné, sin embargo, contra mí.