Abre el volumen de Poesías de Rafael Pombo el soneto Ayacucho, pergeñado por el jovencito José Rafael, de apenas trece años. Cosa curiosa: al soneto va a acogerse el poeta en el último tramo de su existencia, en contra de la corriente del día.
Mas, volviendo al cantor de su patria, es cierto que los cantos a la bandera poco despiertan el interés del lector de hoy. Hay crítico que lo imputa al hecho de que en esa época los cantos patrióticos servían al cimiento de una nacionalidad incipiente. Es cierto, pero creemos que más pesa en ello el hecho de que la Independencia era empresa de la generación anterior. Tratábase de las gestas de padres y familiares cercanos (recordemos que don Lino fue ministro de Santander), que de segura entretenían las tertulias santafereñas de la época. Aún más: Pombo conoció a los héroes de dichas jornadas, Mosquera y Páez, y no dejó de acudir a defender la legitimidad cuando se halló en peligro.
Ayacucho.
¡Ay!, me hieren la vista los aceros;
¿quién osa desafiarlos frente a frente,
si esa es la flor de Iberia que valiente
negó tributo a los franceses fieros?
Mas... mirad unos jóvenes guerreros
de cuyo pecho se apodera ardiente
el ansia de ver libre, independiente,
su patria, de sicarios extranjeros.
¡Ah!, ya los veis lanzarse impetuosos...
Embestir a los viejos veteranos...
¡Tintos en sangre alzarse victoriosos!
“¡Triunfo y perdón!”, escuchan los tiranos,
y gritan a los héroes generosos:
“¡libres sois para siempre, americanos!”
Bogotá, diciembre 9, 1846.
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