sábado, 28 de enero de 2012

Pombo y los próceres.

En Nueva York se dio el joven Pombo a la vida diletante, en que tuvo ocasión de conocer a héroes de la Independencia. El general Páez, exilado en la metrópoli, fue uno de ellos. Al parecer el político venezolano cobró aprecio por el granadino, pues consta que dijo: “Quiero y he querido a muchos compatriotas suyos [ . . .] pero a quien quiero como a hijo es a Pombito”. El poeta tuvo oportunidad de corresponder al afecto que le profesara el Hércules llanero, como que, en 1873, al morir éste en N. Y., aquél le dispuso honores fúnebres, rayanos en apoteosis, con motivo de la celebración del 20 de Julio en Bogotá. Creose al efecto una Legión Páez, consistente en 18 partidas de jinetes de otros tantos pueblos neogranadinos.
Por de contado, no le escatimo su lira versos al patriota araureño. Vaya una muestra:

¡y las palmas, las fiestas y los vates
para el viejo adalid de cien combates
que halla una patria donde quier que va!
Tu nombre, redentor martirizado
tu nombre, ¡oh Páez! por libertad trazado,
del mundo entero aclamará la voz.

(Páez libre)

En el Diario de Pombo, de 9 de agosto del 55, se transcribe una conversación con Páez, a propósito de una fricción entre los Monagas y el gobierno granadino. Pombo refiere las palabras del general:

Desde 1854 los buenos venezolanos han estado persuadidos de que la salvación del país les iría por el lado de la Nueva Granada. Han esperado el grito, han estado prontos en todas las provincias, pero ahora el gobierno granadino ha engañado sus esperanzas no alzando inmediatamente el guante que Monagas le tiraba, y no mandando unos 2.000 hombres por Mérida, nada más que 2.000, que habrían bastado para que Venezuela entera se levantara. Monagas ha hecho esta alarma porque le dieran poderes dictatoriales, a fin de robar más de lo que ha robado. No tiene ni ha tenido cómo sostener un ejército numeroso, y con recogidas de gente fue que sofocó la pasada  revolución: no cuenta con un Jefe, no tiene buenos oficiales. Por esto al saber que había querella entre el gobierno venezolano y el granadino, yo dije: ‘Los granadinos ganan’. A Monagas no le conviene tener un vecino honrado como es la Nueva Granada, ni a Nueva Granada un vecino perverso como es el actual gobierno venezolano; ambos pues están muy interesados en que el otro sucumba y la Nueva Granada ha debido apresurarse a librar a esa pobre Venezuela, por su propio interés, de la tiranía de esos estúpidos Monagas”.
Yo le pregunté: “Ningún venezolano de orden  volvería  cuestión de orgullo nacional  esta  guerra  con Nueva Granada? -- Ninguno, me contestó, todos los acompañarían a UU.”. En principio, Pombo se entristece por la perspectiva de una guerra entre los dos países; pero luego se indigna al punto de exclamar:
Tóquele, pues, a la Nueva Granada purgar de monstruos a sus vecinas, hágase feliz y hágalas felices: más grande y brillante será su destino.
A mí, entre paréntesis, me lisonjea a ratos la idea de esta guerra, y volaría a hacer en ella un papel no ridículo. En la batalla de Bosa y en el sitio de Bogotá descubrí con mucha sorpresa mía que me gusta el silbido de las balas y que en vez de agacharles la cabeza la alzo un poco para oírlas más de cerca: amo el peligro de la lid más todavía de lo mucho que amo todos los peligros, por ser aquél más inminente y caballeresco.

De la campaña del 54 concluye: “me persuadí de que tengo sangre muy española y muy caballeresca, y ahora estoy de un humor a propósito para hacerme matar. ¡Es tan socorrido poder buscar una hermosa muerte!”.

jueves, 26 de enero de 2012

En el Niágara.

Para 1864, Pombo tenía una relación con la venezolana Socorro Quintero, con quien no formalizó nada al parecer por su apurada situación económica. El año anterior, el triunfo de la revolución de Mosquera lo había dejado cesante.
El desengaño amoroso y la muerte de paisanos conocidos lo vuelve a sumir en la melancolía y a proferir unas estrofas ciertamente misantrópicas. En esos días vuelve a la revisión del manuscrito de la Hora de tinieblas. Tales  eran los sentimientos que entraron en la composición de la oda En el Niágara.



En el Niágara.

Contemplación.

Dedicada en prenda de respetuosa admiración y de profundo reconocimiento a la señora María Juana Christie de Serrano.

¡Ahí estás otra vez! El mismo hechizo
que años ha conocí: monstruo de gracia,
blanco, fascinador, enorme, augusto;
sultán de los torrentes
muelle y sereno en tu sin par pujanza.
¡Ahí estás, siempre el Niágara! Perenne
en tu extático trance, en ese vértigo
de voluptad tremenda, sin cansarte
nunca de ti, ni el hombre de admirarte.
                                                          
¡Cómo cansarse! La belleza activa,
la siempre viva porque siempre pura,
no puede fatigar. Hija perfecta
-sin medio humano- del excelso fiat
que perpetuaron leyes inviolables
en su incesante acción; mimada hermana
del firmamento, de la luz, del aire;
huésped no expulsa del Edén perdido:
Esta hermosura es creación constante
y original, donde trasciende el soplo
de su Autor soberano. Algo nos dice
que allí está Dios: El néctar de embeleso
y de reparación que a un tiempo mana.
Al contemplarla, en nuestro fondo bullen
los dormitados gérmenes divinos,
cual hierve al sol el ánima viviente
de  la Naturaleza; y surge ansioso
el amor de familia, el de la eterna
e indisoluble; y, como al mar la gota
emancipada al fin de térreos lazos,
como del pecho de la madre el niño,
mudos de íntimo gozo nos prendemos
en comunión de eternidad con ella.

¿Podrá Dios fatigar? ¡Ah! En lo que hastía
hay encanto letal, triste principio
de inercia, hostil a Dios, germen de muerte,
gangrena de las almas secuestradas
de su raudal vivífico…
                                               Mas, ¿dónde
mi mente descendió? Llámala al punto,
oh Niágara, y en ti la imagen vea
de las almas triunfantes; mire al héroe
sublime en su martirio; al genio mire,
sereno en la conciencia de su fuerza.
Distráeme, diviérteme, museo
de cataratas, fábrica de nubes;
mar desfondado al peso de tus ondas;
columnas que un omnipotente Alcides
descolgó del Olimpo, entre dos vastos
Mediterráneos piélagos de un mundo[1].

Sigues, gigante excéntrico, gozando
tu solitaria, inmemorial locura,
digna de un dios. Descadenada sueltas
del valle por la rápida pendiente
tu oceánica mole; y poseído
del rapto a que impetuoso te abandonas,
ebrio del regocijo de tu fuerza,
no adviertes que ya el hombre ha sorprendido
este retozo de titán, violando
la agreste soledad; y que en tus bordes
la hormiga semidiós bulle, y se empina
a medirse contigo… ¡Ah, qué te importa!
No cabes en la tierra, y de un arranque
vas a tomar por lecho el Oceano[2].

De los más lejos términos del globo
a visitarte vienen y a elevarse
con tu contemplación, reconociéndote
sin rival hermosura. En tus orillas
un sentimiento en lenguas mil proclama
la grandeza de Dios y el inocente
triunfo de la inmortal Naturaleza.
Heredia te tributa entusiasmado
el Niágara de su alma, pavoroso
muy más que el de tus ondas; el activo
cíclope anglosajón, probando al mundo
que es digno amo de ti, con puente aéreo
salva tu abismo inmenso; y por su mano
te da su abrazo atlético de hierro
esto que el hombre (insecto de un instante
y atolondrado por su instante) llama
la Civilización. El cielo mismo
tiende a tus pies esos divanes de ángeles,
nácar del firmamento; y oponiendo
a un puente, mil; al arte de los hombres
el del Señor, suspende caprichoso,
-cual la sonrisa de la paz del alma
entre los estertores del que muere-,
su iris tranquilo en medio a tu desastre.

Basta para tu gloria, insigne muestra
del manantial de las bellezas, ara
de la perpetua admiración del hombre.
Yo nada podré darte, aunque aspirara
a unir mi nombre a tu famoso nombre;
que soy la misma sombra que otro día
a tus umbrales se asomó impasible,
fantasma evanescente que en silencio
va atravesando entre tu niebla fría…
Si al estruendo volcánico, profundo
de tu derrumbamiento, cimbra en torno
la tierra estremecida, el viento llora,
y aun tu cuenca de piedra conmovida
sonora te responde ¡ay! Entretanto
sordo mi corazón no te percibe,
ni en mi alma hierve el frenesí del canto.

Pero, ¿qué a ti, si el mismo de aquel día
ahí estás, en tu pompa y magno aliento;
como yo aquí, perenne en mi aislamiento
y en su tedio infinito el alma mía?
Hoy te recorren otra vez mis ojos,
mustios y melancólicos como antes.
Divino anfiteatro
do entre un misterio de borrasca y nieblas
luchan, cual en eterna pesadilla,
monstruos de roca y amazonas de agua.
En mí no hay lucha, no; y en tu presencia,
más que tu alta beldad me maravilla
mi absorta postración, mi indiferencia.





Ese lago de leche que dormido
yace a tus pies, esas tendidas hojas
de cuajada esmeralda, opacas, turbias,
manto marino que tu cauce vela,
cuyas inertes, aplanadas olas
atónitas al golpe, ignoran dónde
seguir corriendo; ese ancho remolino
que abajo las aguarda, y retorciéndose
al empuje del mar que lo violenta
yérguese al centro y, cual pausado boa,
en silencio fatal se enrosca y nunca
suelta la presa que atrayente arrolla:
Allí más bien estoy; ese el mar muerto
de mi existencia y el designio arcano
que en giro estéril me aletarga y hunde.

¿Dónde, oh Heredia, tu terror? Lo anhelo
y no puedo encontrarlo. ¡Ah! No serías
tan infeliz cuando esto te aterraba.
Si aquí la dicha palidece y tiembla,
aquí por fin respira
la desesperación: sobre estos bordes
alza ella sus altares, de ese abismo
en el tartáreo fondo,
a voluptuosidades infernales
un genio tentador lo está llamando…
No, nada alcanza a dar pavor en toda
la alma Naturaleza; el mal más grave
que hace, es un bien: servirnos una tumba,
un lecho al fatigado. Ella es un niño,
-siempre inocente y candorosa y dulce-,
nodriza en fin que la bondad del Cielo
concedió al hombre…
                               ¡El hombre! Ése es el monstruo
(bien lo supiste, Heredia), ése es el áspid
cuyo contacto me estremece; el áspid
que cuerpo y alma pérfido emponzoña,
sempiterno Satán de ajenas vidas
y aun de la propia; turbador de tanto
terrenal paraíso que Natura
brinda obsequiosa, y de cualquiera escena
de orden y paz: beldad que a su memoria
presentará la aborrecida imagen
del malogrado bienestar celeste.
¡El hombre, injerto atroz de ángel y diablo,
enemigo mortal de cuanto asciende
la escala etérea en descollante copia
de la divinidad…! ¡Aparte, monstruo!
¡Aquí, Naturaleza! Yo a la vista
de este río de truenos –fulgurante
cometa de las aguas- no querría
sino abrazarme dél, como aquel iris
que en su columna espléndida serpea;
y, como él, ni sentido ni sensible,
desaparecer… Eres tan grande, oh Niágara,
es tan irresistible tu embeleso,
tu majestad, que el infortunio humano,
a no haber otro Dios, te adoraría;
Dios de la blanda muerte, a quien en vano
jamás acudiría
a descargar su insoportable peso…

¡Perdón, oh madre mía,
mártir idolatrada! Hoy es la fecha
en que allá en nuestro hogar, alegre un tiempo,
tu nombre festejábamos. Imploro
de hinojos tu perdón. No es culpa tuya
deberte yo tan miserable vida.
Hoy me salvas de nuevo; hoy, por ti sola,
por tu ternura infatigable, ardiente,
tu hijo infeliz se inmola
-se inmola, sí- viviendo nuevamente…

Aquí, al salir del templo, venir usan
los desposados. Su segundo templo,
su ara de amor es esta; aquí se sienten
como fuera del mundo y ya en los brazos
de ese Dios, todo amor, todo clemencia,
que los bendijo; y al más bello y puro
torrente arrojan el jazmín primero
de su fresca guirnalda…

                                               ¡Duerme, duerme,
casta y dulce visión! Duerme al arrullo
del mismo padre Niágara que un día
recién nacida te arrulló[3] y, no ha mucho,
recién feliz te prometió arrullarte.
Duerme, y al par que tus guirnaldas llegue
el perdurable réquiem que él te canta,
llegue a tu alma mi oración profunda,
llegue mi bendición a tu memoria.
¡Bendita porque amaste! Más bendita
por no ser ya mujer, porque moriste
y desapareciste y descansaste
y descansó mi espíritu en tu fosa.
Todo acabó -perfectamente todo-,
como el señor lo quiso… Hoy el ausente
regresa al fin cerca de ti. Bien cerca
estamos otra vez: tú en tu sepulcro
muerta, es verdad… Y yo quizá más muerto
que tú, sobreviviéndome a mi mismo…
¡Silencio! ¡Paz! No turbarán mis voces
a la que fue; más fácil turbarían,
Niágara, tu tremendo arrobamiento.

En ti parece que comienza el mundo,
soltándose de manos del Eterno,
para emprender su curso sempiterno
por el éter profundo.
Eres el cielo que a cubrir la tierra
desciendes, y velada en blancas nubes
la majestad de Dios baja contigo.
Siempre nuevo, brillante, en movimiento,
siempre fecundo, poderoso y fuerte
como el vivo raudal de hirviente savia
que de los pechos deslumbrantes brota
de la madre común Naturaleza;
despliegas tu grandeza en tu caída,
y alzas de aquel abismo al firmamento
el himno de la fuerza y de la vida.
Mas para mí la vida es un sarcasmo,
mi mundo ha concluido;
mi alma es hoy incapaz del entusiasmo,
y al quererte cantar, mi canto fuera
del despecho el rugido
o un de profundis de cansancio y muerte.

Por variar de tedio únicamente
a contemplarte, Niágara, he venido;
y al volverte la espalda indiferente,
limpio de tu vapor mi helada frente
y te pago tu olvido con olvido.



Julio 26 de 1864.

Anota Pombo que, en el otoño de 1856, un condiscípulo y copartidario suyo, Alejandro Sarmiento atravesó nadando el Niágara por entre el pie de la catarata y el remolino. Ante el aplauso de los circunstantes, se lanzó a repetir la hazaña y casi muere en el intento, si no lo saca un bote de la policía cuando sufrió un calambre. En 1862, murió en el asalto que dio al cuartel de la fuerza liberal en Turmequé, Boyacá. Llorado como patriota e ídolo favorito, su muerte y la de otros, dice Pombo, “entró en los sentimientos que dictaron esta composición”. Pombo compuso otro poema en que compara la belleza de una muchacha con la del Niágara. Mas allí la importancia de éste es secundaria.


[1] El Niágara no es, como nuestro Tequendama, una catarata, sino una vastísima línea de cataratas, caprichosamente dispuestas. El contraste que hace con el estrecho, altísimo, sombrío y pavoroso Tequendama, no puede ser más completo. [Esta nota, con el subrayado, aparece en El Repertorio Colombiano, agosto de 1879, de donde tomamos el texto. Es el mismo que usó Antonio Gómez Restrepo para la edición oficial de Pombo] Subrayamos nosotros que los contemporáneos parecían no tener conocimiento del Iguazú.
[2] Aquí grave, por la medida del verso. Heredia dijo también: no rebose en la tierra el Oceano.
[3]En la vecina ciudad de Búfalo. Las guirnaldas a que luego se alude son las sepulcrales, muy numerosas en los cementerios norteamericanos. [Esta nota, con el subrayado, aparece en El Repertorio Colombiano, agosto de 1879]

domingo, 22 de enero de 2012

Para Nueva York.

En abril de 1855 el vicepresidente Mallarino nombra a Herrán Ministro Plenipotenciario en N. Y., y para secretario.de la legación al sr. José Rafael Pombo. La asignación del secretario ($ 2666 anuales) ha de ser la tercera parte de la correspondinete al ministro ($ 8000).
El nombramiento es de fecha 9 de abril, pero Pombo llega al puerto de N. Y. el 28 de mayo: larga travesía...

viernes, 13 de enero de 2012

La hora de la 'hora'.

Pues bien, Pombo viaja a E.E.U.U. en el 55 a servir la secretaría de la legación en Nueva York. Trabaja las mañanas y tiene las tardes para hacer vida social. En general, el joven Rafael extraña los valores de su tierra, ahora que puede parangonarlos con los de la urbe del progreso. Hay cierta contradicción cuando afirma, en un principio, 'he venido a purgar el siglo XIX', para luego lamentarse amargamente: 'aquí no hay vida del corazón'.
En fin, al parecer despechado y en una aguda crisis de una dolencia intestinal (que lo acompañó buena parte de su vida), profirió los versos de La hora de tinieblas, que fueron escandalosos en su época y aún hoy llaman la atención de la crítica, como que aparecen en toda antología del poeta..
Formalmente, principia Pombo con lugares bíblicos en que se da rienda  a la lamentación, para despacharse a renglón seguido en 21 décimas contra su Creador. He aquí el principio:


LA HORA DE TINIEBLAS

Eli, Eli, lamma sabacthani.


Pensé en los días antiguos, y tuve en mi espíritu los años eternos. De noche medité en mi corazón: me ejercitaba y purificaba mi espíritu. ¿Por ventura desechará Dios para siempre y no volverá a ser benévolo? - Salmo LXXVI


Por qué, si puede Dios, no satisface
a la hambre cruel que nos devora?-
SALMO.

¡Oh, que misterio espantoso

es este de la existencia!
¡Revélame algo, conciencia!
¡Háblame, Dios poderoso!
Hay no sé qué pavoroso
en el ser de nuestro ser.
¿Por qué vine yo a nacer?
¿Quién a padecer me obliga?
¿Quien dió esa ley enemiga
de ser para padecer?

Si en la nada estaba yo,
¿por qué salí de la nada
a execrar la hora menguada
en que mi vida empezó?
Y una vez que se cumplió
ese prodigio funesto,
¿por qué el mismo que lo ha impuesto
de él no me viene a librar?
¿Y he de tener que cargar
un bien contra el cual protesto?

domingo, 8 de enero de 2012

La gloria y el ocaso.

La gloria y el ocaso.
En 1905 (época que la crítica reputa como de su decadencia) el sr. Pombo fue coronado poeta nacional, en el Teatro de Colón. Ello fue que don Rafael, a partir de entonces, se recluyó en su habitación, entre libros y cuadros. Tal conducta es, para los más, una entre tantas excentricidades suyas; y no habría razón para disentir de no ser por los datos que allega Max Grillo en una nota sobre el bardo fechada en La Paz, 1912. Dice el crítico:
“Desde el día de su coronación se recluyó en su casa y se metió en el lecho, diciendo: «Cuando se me corona es porque se me despide». El día en que, acompañado de un amigo, fuí a participarle que la Academia de la Poesía Colombiana lo había designado su Presidente honorario, nos contestó: «Ustedes lo que han hecho es designarme mensajero ante nuestros amigos de ultratumba... »”.

La frase es, sin duda, un argumento de peso contra los homenajes en vida. La coronación de que fue objeto parecía no dejarle lugar en el mundo al homenajeado...

jueves, 5 de enero de 2012

Estreno en la vida pública.

Por el año 1850 nos encontramos al joven José Rafael colaborando en El Día y El Filotémico, órgano de la Sociedad Filotémica, de orientación conservadora, con el seudónimo de Faraelio. Parece que los socios estuvieron complicados en un levantamiento contra López en el 51, pero sin llegar a ser de peligro para el gobierno legítimo. Ello fue que participaron de la revuelta hasta que un grupo de estudiantes del Rosario los redujo a prisión.
Luego de los hechos, que hablan de una militancia de los jóvenes desconocida hoy día, Pombo vuelve a sus ocupaciones literarias traduciendo a Byron y a publicarlas en el semanario que fundó con Vergara, La Siesta.
No podemos dejar de notar que, poco después, en el 54, el sr. Pombo ha de formar en las filas de la legitimidad contra el dictador Melo. Actuó, en efecto, en la batalla de Bosa y en la toma de Bogotá; en retribución de sus servicios será enviado como secretario de Herrán a la legación en Nueva York.

miércoles, 4 de enero de 2012

Primeros tanteos poéticos.

El profesor Héctor Orjuela, de cuyas obras ya hemos extractado, redactó una biografía del sr. Pombo como tesis doctoral, que luego refundió con el título Edda la bogotana. De ésta sacamos noticias sobre los principios de la actividad poética del poeta.
Haba Pombo. “En 1843 ya hice composiciones que tuviesen alguna forma, i todas ellas, hasta 1845, fueron de un gusto enteramente frío tomado de Lope de Vega i Jáuregui. Lo que sí arreglé desde que aprendí a leer fue el oído prosódico, i tal vez nunca me quedó un verso largo o corto en demasía i sin disculpa”.
No obstante la afirmación, los primeros versos que se hallan en el archivo de Gómez Restrepo son de 1846 y 47.
Entre los primeros cabe mencionar un Epitafio a la tumba del general Domingo Caicedo, muerto en 1843. Según dato autobiográfico, “en 1845, aplicado a la lectura de Zorrilla, Hartzenbusch, Maitín i otros, hize ya versos que fuesen tolerables; iba tomando un gusto más sentimental como lo muestran... (aquí cita poesías que no se conservan)”.
Entonces principió la compilación de poesías propias y traducidas del latín, francés e inglés, bajo el título Panteón literario... Bogotá, 1845. Obrita homóloga es una selección poética de autores españoles, colegida el mismo año, con el título Álbum poético de J. R. Pombo, tomo I.  
De las producciones de esos años solo puede leerse en la edición oficial (de Gómez Restrepo, 1916) el canto Ayacucho, de diciembre del 46. Parece dominado el joven Pombo por el tema patriótico, como se deja ver por obras contemporáneas a la estatua del Libertador, inaugurada en el 46, y un himno que puede citarse entre los precedentes del Himno nacional. De sus cuadernos de muchacho también aparece el nombre de su primera musa: Célida. Amor y patria, pues, están en los principios de la obra poética del sr. Pombo.