El desengaño amoroso y la muerte de paisanos conocidos lo vuelve a sumir en la melancolía y a proferir unas estrofas ciertamente misantrópicas. En esos días vuelve a la revisión del manuscrito de la Hora de tinieblas. Tales eran los sentimientos que entraron en la composición de la oda En el Niágara.
En el Niágara.
Contemplación.
Dedicada en prenda de respetuosa admiración y de profundo reconocimiento a la señora María Juana Christie de Serrano.
¡Ahí estás otra vez! El mismo hechizo que años ha conocí: monstruo de gracia, blanco, fascinador, enorme, augusto; sultán de los torrentes muelle y sereno en tu sin par pujanza. ¡Ahí estás, siempre el Niágara! Perenne en tu extático trance, en ese vértigo de voluptad tremenda, sin cansarte nunca de ti, ni el hombre de admirarte. ¡Cómo cansarse! La belleza activa, la siempre viva porque siempre pura, no puede fatigar. Hija perfecta -sin medio humano- del excelso fiat que perpetuaron leyes inviolables en su incesante acción; mimada hermana del firmamento, de la luz, del aire; huésped no expulsa del Edén perdido: Esta hermosura es creación constante y original, donde trasciende el soplo de su Autor soberano. Algo nos dice que allí está Dios: El néctar de embeleso y de reparación que a un tiempo mana. Al contemplarla, en nuestro fondo bullen los dormitados gérmenes divinos, cual hierve al sol el ánima viviente de la Naturaleza; y surge ansioso el amor de familia, el de la eterna e indisoluble; y, como al mar la gota emancipada al fin de térreos lazos, como del pecho de la madre el niño, mudos de íntimo gozo nos prendemos en comunión de eternidad con ella. ¿Podrá Dios fatigar? ¡Ah! En lo que hastía hay encanto letal, triste principio de inercia, hostil a Dios, germen de muerte, gangrena de las almas secuestradas de su raudal vivífico… Mas, ¿dónde mi mente descendió? Llámala al punto, oh Niágara, y en ti la imagen vea de las almas triunfantes; mire al héroe sublime en su martirio; al genio mire, sereno en la conciencia de su fuerza. Distráeme, diviérteme, museo de cataratas, fábrica de nubes; mar desfondado al peso de tus ondas; columnas que un omnipotente Alcides descolgó del Olimpo, entre dos vastos Mediterráneos piélagos de un mundo[1]. Sigues, gigante excéntrico, gozando tu solitaria, inmemorial locura, digna de un dios. Descadenada sueltas del valle por la rápida pendiente tu oceánica mole; y poseído del rapto a que impetuoso te abandonas, ebrio del regocijo de tu fuerza, no adviertes que ya el hombre ha sorprendido este retozo de titán, violando la agreste soledad; y que en tus bordes la hormiga semidiós bulle, y se empina a medirse contigo… ¡Ah, qué te importa! No cabes en la tierra, y de un arranque vas a tomar por lecho el Oceano[2]. De los más lejos términos del globo a visitarte vienen y a elevarse con tu contemplación, reconociéndote sin rival hermosura. En tus orillas un sentimiento en lenguas mil proclama la grandeza de Dios y el inocente triunfo de la inmortal Naturaleza. Heredia te tributa entusiasmado el Niágara de su alma, pavoroso muy más que el de tus ondas; el activo cíclope anglosajón, probando al mundo que es digno amo de ti, con puente aéreo salva tu abismo inmenso; y por su mano te da su abrazo atlético de hierro esto que el hombre (insecto de un instante y atolondrado por su instante) llama la Civilización. El cielo mismo tiende a tus pies esos divanes de ángeles, nácar del firmamento; y oponiendo a un puente, mil; al arte de los hombres el del Señor, suspende caprichoso, -cual la sonrisa de la paz del alma entre los estertores del que muere-, su iris tranquilo en medio a tu desastre. Basta para tu gloria, insigne muestra del manantial de las bellezas, ara de la perpetua admiración del hombre. Yo nada podré darte, aunque aspirara a unir mi nombre a tu famoso nombre; que soy la misma sombra que otro día a tus umbrales se asomó impasible, fantasma evanescente que en silencio va atravesando entre tu niebla fría… Si al estruendo volcánico, profundo de tu derrumbamiento, cimbra en torno la tierra estremecida, el viento llora, y aun tu cuenca de piedra conmovida sonora te responde ¡ay! Entretanto sordo mi corazón no te percibe, ni en mi alma hierve el frenesí del canto. Pero, ¿qué a ti, si el mismo de aquel día ahí estás, en tu pompa y magno aliento; como yo aquí, perenne en mi aislamiento y en su tedio infinito el alma mía? Hoy te recorren otra vez mis ojos, mustios y melancólicos como antes. Divino anfiteatro do entre un misterio de borrasca y nieblas luchan, cual en eterna pesadilla, monstruos de roca y amazonas de agua. En mí no hay lucha, no; y en tu presencia, más que tu alta beldad me maravilla mi absorta postración, mi indiferencia. | Ese lago de leche que dormido yace a tus pies, esas tendidas hojas de cuajada esmeralda, opacas, turbias, manto marino que tu cauce vela, cuyas inertes, aplanadas olas atónitas al golpe, ignoran dónde seguir corriendo; ese ancho remolino que abajo las aguarda, y retorciéndose al empuje del mar que lo violenta yérguese al centro y, cual pausado boa, en silencio fatal se enrosca y nunca suelta la presa que atrayente arrolla: Allí más bien estoy; ese el mar muerto de mi existencia y el designio arcano que en giro estéril me aletarga y hunde. ¿Dónde, oh Heredia, tu terror? Lo anhelo y no puedo encontrarlo. ¡Ah! No serías tan infeliz cuando esto te aterraba. Si aquí la dicha palidece y tiembla, aquí por fin respira la desesperación: sobre estos bordes alza ella sus altares, de ese abismo en el tartáreo fondo, a voluptuosidades infernales un genio tentador lo está llamando… No, nada alcanza a dar pavor en toda la alma Naturaleza; el mal más grave que hace, es un bien: servirnos una tumba, un lecho al fatigado. Ella es un niño, -siempre inocente y candorosa y dulce-, nodriza en fin que la bondad del Cielo concedió al hombre… ¡El hombre! Ése es el monstruo (bien lo supiste, Heredia), ése es el áspid cuyo contacto me estremece; el áspid que cuerpo y alma pérfido emponzoña, sempiterno Satán de ajenas vidas y aun de la propia; turbador de tanto terrenal paraíso que Natura brinda obsequiosa, y de cualquiera escena de orden y paz: beldad que a su memoria presentará la aborrecida imagen del malogrado bienestar celeste. ¡El hombre, injerto atroz de ángel y diablo, enemigo mortal de cuanto asciende la escala etérea en descollante copia de la divinidad…! ¡Aparte, monstruo! ¡Aquí, Naturaleza! Yo a la vista de este río de truenos –fulgurante cometa de las aguas- no querría sino abrazarme dél, como aquel iris que en su columna espléndida serpea; y, como él, ni sentido ni sensible, desaparecer… Eres tan grande, oh Niágara, es tan irresistible tu embeleso, tu majestad, que el infortunio humano, a no haber otro Dios, te adoraría; Dios de la blanda muerte, a quien en vano jamás acudiría a descargar su insoportable peso… ¡Perdón, oh madre mía, mártir idolatrada! Hoy es la fecha en que allá en nuestro hogar, alegre un tiempo, tu nombre festejábamos. Imploro de hinojos tu perdón. No es culpa tuya deberte yo tan miserable vida. Hoy me salvas de nuevo; hoy, por ti sola, por tu ternura infatigable, ardiente, tu hijo infeliz se inmola -se inmola, sí- viviendo nuevamente… Aquí, al salir del templo, venir usan los desposados. Su segundo templo, su ara de amor es esta; aquí se sienten como fuera del mundo y ya en los brazos de ese Dios, todo amor, todo clemencia, que los bendijo; y al más bello y puro torrente arrojan el jazmín primero de su fresca guirnalda… ¡Duerme, duerme, casta y dulce visión! Duerme al arrullo del mismo padre Niágara que un día recién nacida te arrulló[3] y, no ha mucho, recién feliz te prometió arrullarte. Duerme, y al par que tus guirnaldas llegue el perdurable réquiem que él te canta, llegue a tu alma mi oración profunda, llegue mi bendición a tu memoria. ¡Bendita porque amaste! Más bendita por no ser ya mujer, porque moriste y desapareciste y descansaste y descansó mi espíritu en tu fosa. Todo acabó -perfectamente todo-, como el señor lo quiso… Hoy el ausente regresa al fin cerca de ti. Bien cerca estamos otra vez: tú en tu sepulcro muerta, es verdad… Y yo quizá más muerto que tú, sobreviviéndome a mi mismo… ¡Silencio! ¡Paz! No turbarán mis voces a la que fue; más fácil turbarían, Niágara, tu tremendo arrobamiento. En ti parece que comienza el mundo, soltándose de manos del Eterno, para emprender su curso sempiterno por el éter profundo. Eres el cielo que a cubrir la tierra desciendes, y velada en blancas nubes la majestad de Dios baja contigo. Siempre nuevo, brillante, en movimiento, siempre fecundo, poderoso y fuerte como el vivo raudal de hirviente savia que de los pechos deslumbrantes brota de la madre común Naturaleza; despliegas tu grandeza en tu caída, y alzas de aquel abismo al firmamento el himno de la fuerza y de la vida. Mas para mí la vida es un sarcasmo, mi mundo ha concluido; mi alma es hoy incapaz del entusiasmo, y al quererte cantar, mi canto fuera del despecho el rugido o un de profundis de cansancio y muerte. Por variar de tedio únicamente a contemplarte, Niágara, he venido; y al volverte la espalda indiferente, limpio de tu vapor mi helada frente y te pago tu olvido con olvido. |
Julio 26 de 1864.
Anota Pombo que, en el otoño de 1856, un condiscípulo y copartidario suyo, Alejandro Sarmiento atravesó nadando el Niágara por entre el pie de la catarata y el remolino. Ante el aplauso de los circunstantes, se lanzó a repetir la hazaña y casi muere en el intento, si no lo saca un bote de la policía cuando sufrió un calambre. En 1862, murió en el asalto que dio al cuartel de la fuerza liberal en Turmequé, Boyacá. Llorado como patriota e ídolo favorito, su muerte y la de otros, dice Pombo, “entró en los sentimientos que dictaron esta composición”. Pombo compuso otro poema en que compara la belleza de una muchacha con la del Niágara. Mas allí la importancia de éste es secundaria.
[1] El Niágara no es, como nuestro Tequendama, una catarata, sino una vastísima línea de cataratas, caprichosamente dispuestas. El contraste que hace con el estrecho, altísimo, sombrío y pavoroso Tequendama, no puede ser más completo. [Esta nota, con el subrayado, aparece en El Repertorio Colombiano, agosto de 1879, de donde tomamos el texto. Es el mismo que usó Antonio Gómez Restrepo para la edición oficial de Pombo] Subrayamos nosotros que los contemporáneos parecían no tener conocimiento del Iguazú.
[2] Aquí grave, por la medida del verso. Heredia dijo también: no rebose en la tierra el Oceano.
[3]En la vecina ciudad de Búfalo. Las guirnaldas a que luego se alude son las sepulcrales, muy numerosas en los cementerios norteamericanos. [Esta nota, con el subrayado, aparece en El Repertorio Colombiano, agosto de 1879]
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