jueves, 8 de diciembre de 2011

Noche de diciembre.

Presentamos, en esta oportunidad, el poema Noche de diciembre, el cual los críticos usualmente incluyen en las antologías del poeta bogotano.


Noche de diciembre.

Noche como ésta, y contemplada a solas,

no la puede sufrir mi corazón:

Da un dolor de hermosura irresistible,

un miedo profundísimo de Dios.

Ven a partir conmigo lo que siento,

ésto que abrumador desborda en mí;

ven a hacerme finito lo infinito

y a encarnar el angélico festín.

¡Mira ese cielo!... Es demasiado cielo

para el ojo de insecto de un mortal;

refléjame en tus ojos un fragmento

que yo alcance a medir y a sondear.

Un cielo que responda a mi delirio

sin hacerme sentir mi pequeñez;

un cielo mío, que me esté mirando

y que tan solo a mí mirando esté.

Esas estrellas, ¡ay!, brillan tan lejos;

con tus pupilas tráemelas aquí,

donde yo pueda en mi avidez tocarlas

y apurar su seráfico elixir.

Hay un silencio en esta inmensa noche

que no es silencio: es místico disfraz

de un concierto inmortal. Por escucharlo

mudo como la muerte el orbe está.

Déjame oírlo, enamorada mía,

al través de tu ardiente corazón:

solo el amor transporta a nuestro mundo

las notas de la música de Dios.

Él es la clave de la ciencia eterna,

la invisible cadena creatriz

que une al hombre con Dios y con sus obras,

y Adán a Cristo y el principio al fin.

De aquel hervor de luz está manando

el rocío del alma. Ebrio de amor

y de delicia tiembla el firmamento,

inunda el Creador la creación.

¡Sí, el Creador!, cuya grandeza misma

es la que nos impide verlo aquí,

pero que, como atmósfera de gracia,

se hace entretanto por doquier sentir...

Déjame unir mis labios a tus labios,

une a tu corazón mi corazón,

doblemos nuestro ser para que alcance

a recoger la bendición de Dios.

Todo, la gota como el orbe, cabe

en su grandeza y su bondad. Tal vez

pensó en nosotros cuando abrió esta noche,

como a las turbas su palacio un rey.

¡Danza gloriosa de almas y de estrellas!

¡Banquete de inmortales!, y pues ya,

por su largueza en él nos encontramos,

de amor y vida en el cenit fugaz.

Ven a partir conmigo lo que siento,

ésto que abrumador desborda en mí;

ven a hacerme finito lo infinito

y a encarnar el angélico festín.

¿Qué perdió Adán perdiendo el paraíso,

si ese azul firmamento le quedó

y una mujer, compendio de natura,

donde saborear la obra de Dios?

¡Tú y Dios me disputáis en este instante!

Fúndanse nuestras almas y en audaz

rapto de adoración volemos juntas

de nuestro amor al santo manantial.

Te abrazaré como la tierra al cielo

en consorcio sagrado; oirás de mí

lo que oídos mortales nunca oyeron,

lo que habla el serafín al serafín;

y entonces esta angustia de hermosura,

este miedo de Dios que al hombre da

el sentirlo tan cerca, tendrá un nombre

eterno entre los dos: ¡felicidad!

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La luna apareció: sol de las almas

si astro de los sentidos es el sol.

Nunca desde una cúpula más bella

ni templo más magnífico alumbró.

¡Rito imponente! Ahuyéntase el pecado

y hasta su sombra. El rayo de esta luz

te transfigura en ángel. Nuestra dicha

toca al fin su solemne plenitud.

A consagrar nuestras eternas nupcias

esta noche llegó... ¡siento soplar

brisa de gloria, estamos en el puerto!

Esa luna feliz viene de allá.

Cándida vela que redonda se alza

sobre el piélago azul de la ilusión,

¡mírala, está llamándonos! !Volemos

a embarcarnos en ella para Dios!

Bogotá, diciembre de 1874.

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